Todo queda atrás...

En las tardes de verano, solía sentarse a contemplar los ojos del búho. Grandes, amarillos. El tímido viento, apenas le daba un soplo de aire fresco.

Sabía que todo aquello terminaría.

Otra vez estaba al borde del precipicio, intentando sostenerse como un equilibrista que camina sobre una cuerda floja. Como un viajero que divisa en el horizonte su destino. Como un vagabundo que noche tras noche se abraza al frío y la soledad.

Dónde quedará todo. A dónde escaparán los desayunos de terraza. En dónde se refugiarán los largos paseos. Las rutinas que habían convertido un maravilloso jardín en un camino de asfalto. Las noches cálidas. El tibio invierno. El suave y constante olor a mar.

Sabe que la vuelta es un paso atrás. Sabe que todo lo que le espera ya lo conoce. Sabe que volverá a cruzar esa puerta que un día quiso dejar atrás. Sabe que no será fácil.

Sabe que se avecina el peligro.

No quiere correr el riesgo. Nunca será lo que pudo haber sido.

Le asustan los cambios. Le asustan porque sus objetivos son difíciles. Porque quiere volar. Le asustan porque no ha decidido cuál es su camino. Porque a lo dulce siempre es difícil renunciar. Porque tiene miedo. Porque ya ha experimentado todas estas sensaciones.

Pero se agota el tiempo. La mochila está vacía y ha de llenarla con todos los recuerdos, los abrazos compartidos, las lecciones aprendidas, las historias vividas. Ha de grabar muy bien cada rincón. Para no olvidar, para poder regresar y experimentar de nuevo la sensación de haber dado un salto un nuevo mundo.