El pájaro.

No se mueve el tiempo. Se ha detenido. Ha dejado de alimentar a la ilusión y se ha sentado a observar la desesperación.

Hace ya tres años que abandoné el barco y decidí coger un bote salvavidas. Así el remo con mis manos, fuertes tras el duro entrenamiento contra viento y marea.

En alta mar, solo hay horizontes, delgadas líneas, rojas al atardecer, que cierran la puerta al abandono e insuflan falsas esperanzas de cambio.

En el barco se quedó la tripulación y los generosos pasajeros, a veces amigos, otras simples huéspedes. En mi bote, apenas se podía encontrar una pequeña botella de agua y un millón de sueños rotos, que formando un rompecabezas dibujaban un paisaje de suaves verdes, fuertes grises y azules luminosos.

No sé lo que pasó. No recuerdo nada. Una mañana de lluvia, suave, templada, desperté frío, débil, con el cuerpo inundado de yagas. Apenas podía moverme. Me incorporé. Y allí seguía el horizonte.

Los remos ya no estaban. No había botella de agua.

A mi lado observé un pequeño pájaro. Me asusté. Mas el pájaro apenas se inmutó. Giró su diminuta cabeza. Me observó y de un salto, subió a mi hombro y comenzó a picotear mi oreja. Su cosquilleo era una mezcla de molestia y sosiego.

Al posarse de nuevo en la barca, observé bajo sus patas mi abrigo, empapado, casi diría que lleno de verdín de tanto tiempo que mi bote y yo llevábamos a la intemperie, perdidos en medio de la nada. Me abrigué, era lo único que había en aquella barca. Mi abrigo, el pájaro y yo.

La sensación de ir a la deriva me reconfortaba. No había error posible, sólo esperar a tocar tierra firme, o morir en el intento.

A los pocos días, meses quizá, sentí de nuevo el cosquilleo de aquel pájaro, que lejos de emprender su vuelo hacia un cálido invierno, se había quedado a mi lado. Esta vez los picotazos eran más molestos si cabe, como si intentase decirme algo, alertándome de algo que estaba a punto de pasar. Yo hacía ya mucho tiempo, o poco, o muchísimo no sé, que había decidido abandonar toda esperanza y me limitaba a observar el cielo, como un vagabundo que embriagado en vino barato se sienta en un banco, consciente de que todos a su alrededor lo evitan, cantando a gritos una canción que nadie conoce.

El picoteo no cesaba y por más que intentaba zafarme del maldito pájaro, por más que lanzaba manotazos al aire, por más que gritaba, cuanto más me enfurecía, el pájaro más insistía.

En un último intento por apartar para siempre aquel maldito pájaro de mi lado, gruñí de desesperación.

Entonces caí en la cuenta. A lo lejos, la línea del horizonte se había vuelto oscura, no brillaba.

Sin remos, sin agua, sin nada. No podría llegar. Sería imposible. Así que volví a acostarme, me cubrí con lo poco que quedaba de mi abrigo y decidí esperar.

Sin embargo, al llegar la noche, contra lo que había venido haciendo desde que había dejado el barco, no conseguí conciliar el sueño. Mi mente trajo a mi cabeza el recuerdo de aquella vela en la oscuridad de hacía tres años, una y otra vez, solamente aquella vela, blanca, con una llama perfecta, una mecha ligeramente curvada y un juego de azules y amarillos que se fundían en un naranja brillante.

Habrían de pasar dos noches más sin conciliar el sueño, con un dolor de cabeza punzante, persistente.

A la tercera noche, y una vez que conseguí, quizás por agotamiento, conciliar el sueño, desperté al alba y el horizonte me pareció diferente. Aquella sombra oscura ahora parecía tomar forma y como si aquellas pocas horas de sueño hubieran sido una especie de elixir, decidí romper mi barca.

Agarré dos maderos y remé. Remé con todas mis fuerzas de flaqueza y no importaron las tormentas, ni el frío, ni la lluvia, ni el viento, ni mi maltrecha barca. Aunque aquella barca se quedase sin chumacera, sin roda, sin borda y sin caperol. Me juré a mi mismo, y a aquel molesto pájaro, que llegaría a aquella mancha en el horizonte.

Y llegué.

Con una vía de agua, sin aliento, sin abrigo, sin remos, sin agua.

Pero llegué.

Y con la barca encallada en la orilla de aquella playa de arena negra, una vez recobrado el poco aliento que me quedaba, me tumbé. Miré a mi alrededor, y allí no había nada y me pregunté.

Y ahora, ¿qué? Pío.

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