No se mueve el tiempo. Se ha detenido. Ha dejado de alimentar a la ilusión y se ha sentado a observar la desesperación.   Hace ya tres años que abandoné el barco y decidí coger un bote salvavidas. Así el remo con mis manos, fuertes tras el duro entrenamiento contra viento y marea.   En alta mar, solo hay horizontes, delgadas líneas, rojas al atardecer, que cierran la puerta al abandono e insuflan falsas esperanzas de cambio.   En el barco se quedó la tripulación y los generosos pasajeros, a veces amigos, otras simples huéspedes. En mi bote, apenas se podía encontrar una pequeña botella de agua y un millón de sueños rotos, que formando un rompecabezas dibujaban un paisaje de suaves verdes, fuertes grises y azules luminosos.   No sé lo que pasó. No recuerdo nada. Una mañana de lluvia, suave, templada, desperté frío, débil, con el cuerpo inundado de yagas. Apenas podía moverme. Me incorporé. Y allí seguía el horizonte.   Los remos ya no estaban. No había botella de agua.   A mi lado obser...
 
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